Más y más responsabilidades docentes
La inclusión (escolar) es hoy en día –para los profesores- lo que fue la convivencia en el 2000 y lo que fue la formación ciudadana a comienzos de los años noventa, es decir, un problema y un misterio, una política educativa, caída del cielo a las escuelas, con el consiguiente desánimo de parte de los educadores ya agobiados por las exigencias de un pesado currículo oficial. Lo anterior puede ser ilustrado con estas frases:
– “¿Y ahora qué se les ocurrió qué hagamos?”, dice un colega.
– “Yo no creo en esta cosa”, dice otro.
– “Esto es lo mismo de siempre, pero con otro nombre”, dice un tercero.
– “Colegas, es nuestra responsabilidad educativa… si no lo hacemos nosotros, ¿quién?”, agrega una profesora cuyo hijo tiene discapacidad motora.
¿Qué tienen en común todas estas expresiones del profesorado frente a la inclusión? Probablemente, que no hemos podido otorgarle sentido pedagógico profundo al desafío de la inclusión, representando una más de las exigencias que la escuela va aglutinando, una al lado de la otra, pero sin razón de ser. En este contexto, vale la pena despejar algunas dudas pedagógicas sobre lo que significa -o no- decir “yo no creo en la inclusión”.
La inclusión es un tema ético, no técnico
Primero, recordemos que la educación es un proceso social de doble naturaleza. Por un lado, una dimensión valórica (el sentido de educar) y, por otro, una dimensión instrumental (los contenidos y medios empleados para educar). En el plano instrumental, lo que importa es la eficiencia en el logro de los aprendizajes (rendimiento, SIMCE), mientras que lo valórico se refiere a aquellos elementos de la cultura que dan significado a la vida humana (como la democracia y la moral).
De este modo, cuando hablamos de convivencia, por ejemplo, estamos preguntándonos por la necesidad de aprender a vivir juntos. Lo mismo ocurre cuando la educación releva la formación ciudadana en cuanto necesidad de mejorar las competencias democráticas y reflexivas de los educandos. Así también, cuando hablamos de inclusión se hace referencia a la opción de la escuela por acoger, comprender y valorar a todos y todas las personas, para aprender también a vivir juntos con las diferencias y distintas capacidades de unos y de otros. Todo esto orientado por una racionalidad ética y de búsqueda de justicia social. En este marco, ¿qué tipo de educación estamos dispuestos a ofrecer a niños, niñas y jóvenes de este país en la articulación de racionalidades instrumental y valórica? Es decir, ¿cuánto de rendimiento y cuánto de valores queremos en el aula? Debe entenderse, en consecuencia, que “no creer en la inclusión” puede ser interpretado como la opción consciente de ubicarse del lado de quienes declaran irrelevante la dimensión valórica de lo educativo.La inclusión es un indicador de calidad educativa
En segundo lugar, aceptemos que cuando la escuela privilegia esta opción valórica (de vivir juntos, de vivir en democracia y de incluir unos a otros), estamos interpelados a hacernos cargo de promover y crear en la escuela un clima armonioso, nutritivo y seguro para sus miembros. Esto es, en sí mismo, virtuoso y deseable, pudiendo constituirse en un indicador de calidad que debemos valorar y evaluar.
Adicionalmente, hoy sabemos que este entorno positivo (inclusivo, democrático y convivencial) constituye una variable pedagógica que potencia los aprendizajes de los educandos, es decir, mejora explícitamente el rendimiento escolar. De este modo, quien dice “yo no creo en la inclusión” está renunciando a priori a este clima escolar positivo y también, de paso, a mejorar la calidad y la efectividad de los aprendizajes de los estudiantes.La inclusión es un asunto social y cultural
En tercer lugar, es necesario señalar que la inclusión, entendida como vivir juntos unos y otros, con las diferencias y capacidades que todos tenemos, supera la noción básica de “atender a la diversidad de personas que no aprenden” (eso que llaman “necesidades educativas especiales”, NEE). Hoy, la opción ética de incluir implica sobre todo empatizar y acoger a quienes provienen de otras culturas (inmigrantes, mapuches), a quienes manifiestan orientaciones sexuales nuevas (superando la heterosexualidad) o a quienes sencillamente ven el mundo de forma distinta. Es decir, la inclusión requerida supone una noción de diversidad más amplia, no patologizadora, ni normalizadora ni impositiva.
Entendemos que quienes “no creen en la inclusión” están viendo solo una parte del problema, esa parte que exige la experticia y apoyo de la educación especial. Sin embargo, como hemos dicho, la inclusión es mucho más que eso, por lo que se transforma en tarea de toda la escuela, de todos los profesores. Es una exigencia ética de la profesión pedagógica de carácter transversal. Que la atención a la diversidad se reduzca a unos momentos y a unos profesionales dentro de la escuela, no cambia nada ni transforma la sociedad presente.La inclusión es una opción de coherencia política
En último lugar, parece necesario aclarar que la inclusión como opción pedagógica, ética y transversal no ocurre solo en el territorio del aula, sino también fuera de ella. Y ocurre también fuera de la escuela: en la familia, en el barrio, en la sociedad, como un todo. Dentro del aula, los profesores apelamos a nuestras competencias didácticas (e innovadoras) para incluir. Dentro de la escuela, apelamos a nuestras competencias curriculares (e innovadoras) para incluir. Pero fuera de la escuela, ¿qué podemos hacer para promover más y mejor inclusión?.
Parafraseando a Paulo Freire diremos que la “inclusión es un acto ético y político”. Ético, como hemos dicho, pues la inclusión apela a valores, al sentido de vivir juntos. Político, porque los pedagogos estamos llamados a vivir la experiencia cotidiana de estar con los otros, en la empatía, la reciprocidad y el diálogo. Lo político es aquí: ¿qué estamos dispuestos –de verdad- a hacer por los otros? Decir, en suma, “no creo en la inclusión” puede significar “no me interesa el otro”, “no quiero hacer nada por el otro”, “no creo en el otro”, todo lo opuesto a una práctica educativa concebida en sentido humanizador y liberador, como dijo el mismo Freire: “la educación es un acto de amor”. Lo político es también, como propone Henry Giroux, la responsabilidad intelectual y pública de los pedagogos de operar y participar en la sociedad en el marco de la discusión y la praxis política que deriva de su rol social, especialmente a propósito de la generación de discursos, propuestas y políticas sociales orientadas por la inclusión y la justicia social. Lejos, muy lejos del mentado “yo no creo en la inclusión”.